El Programa de los 177 Pueblos Mágicos de Mexico, desarrollado por la Secretaría de Turismo en colaboración con diversas instancias gubernamentales y gobiernos estatales y municipales, contribuye a revalorar a un conjunto de poblaciones del país que siempre han estado en el imaginario colectivo de la nación en su conjunto y que representan alternativas frescas y diferentes para los visitantes nacionales y extranjeros. Más que un rescate, es un reconocimiento a quienes habitan esos hermosos lugares de la geografía mexicana y han sabido guardar para todos, la riqueza cultural e histórica que encierran.

Visita Comala Pueblo Mágico

Nota sobre Visita Comala Pueblo Mágico

El pueblo fantasmal y solitario en el que Juan Rulfo sitúa su novela Pedro Páramo no es una quimera.

Comala existe de verdad: es una urbe colorista y alegre a las faldas de un volcán en el pequeño estado mexicano de Colima.

“Vine a Comala porque me dijeron que aquí vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”.

Como el protagonista de la novela de Juan Rulfo, también yo llegué a Comala en busca de algo. Tantas relecturas emocionadas de Pedro Páramo atrapado por la capacidad inventiva de Rulfo, tantos sueños de papel tejidos mientras trataba de imaginar esa ciudad fantasmal y terrosa de la novela -mitad realidad, mitad fantasía mitológica de toda la cosmogonia ritual del México profundo- y resulta que Comala no era una invención del más singular de los narradores hispánicos, sino que Comala existe. Un puntito en el mapa, sí; un municipio perdido en el pequeño estado de Colima, a unos 200 kilómetros al sur de Guadalajara y poco más de 16 de las olas batientes del océano Pacífico, vale. Pero Comala existe.

Vine a Comala como quien peregrina a un lugar sacrosanto, esperando encontrar un desierto áspero y la soledad de sus casas hundida bajo el peso de la hiedra capitana.

Y hete aquí que Comala es un vergel, una ciudad armoniosa y alegre, rodeada de arroyos e inmensas arboledas sobre las que despuntan las gigantescas parotas, el árbol emblemático del México húmedo, además de enormes hules, higueras, obeliscos, mameyes, aguacates, pitajayas y galianas. Un hermoso pueblo encalado – “el pueblo blanco de América”, como dicen las guías turísticas – de urbanismo colonial repartido por una cuadrícula de calles rectilíneas a las que se asoman magníficas casas de origen español, de fachadas austeras y cubierta rojiza de teja moruna tras las que se esconden soberbias mansiones con claustros de madera, portalones empedrados para los carruajes y jardines que parecen selvas interiores.

“Lo de la novela es mentira, ese no es mi pueblo”, me asegura Carlos Servando, un viejo productor de café de asombroso parecido a Paul Newman, mientras se sienta de forma ceremoniosa entre los sacos de grano de su almacén, en el barrio alto de Comala.

“Me lo dijo el mismo Rulfo, al que me presentaron hace por lo menos 30 años. Él viajaba mucho desde Guadalajara a Colima, pero nunca estuvo aquí”. Razón parece no faltarle. Ese pueblo “que sabe a desdicha” de la novela no puede ser esta festiva y colorida urbe casi tropical de 25.000 habitantes, por cuyas calles se ven circular pandillas de muchachas mulatas de rostros risueños, braceros tocados con el inevitable sombrero de paja blanco, vaqueros a caballo y callejonadas con escolares de fiesta subidos en una caravana de vehículos sobre cuyos capós se sientan las misses del curso, emperifolladas con trajes pastel de gasa y tul.

El centro del pequeño universo de Comala es el Zócalo, la Plaza de Armas en la que se escenifica a diario la comedia social de la ciudad.

A un lado de este solar cuadrado y bañado de luz está el Ayuntamiento, edificio blanco de una sola planta con pilastras cuádruples que soportan una balaustrada de yeso. En medio queda un kiosco de música decimonónico hecho con hierro fundido, como los bancos que salpican el jardín. Y al otro lado, la iglesia, con dos torres que flanquean una humilde portada neoclásico. Una de las torres es alta, majestuosa, rematada por una linterna octogonal de azulejos amarillos. La otra es cojitranca y chaparrita, mucho más baja y con la humilde mampostería de ladrillo al descubierto. “Se acabó la plata con la primera, mi patrón”, comenta el camarero del restaurante Bucaramanga, uno de los que animan los soportales del Zócalo. Hay muchas cantinas y restaurantes en los “Portales de Comala”, como se conoce a esta zona de la plaza, todos con mesas al aire libre en las que se agolpan locales y foráneos mientras una nube de mariachis anima con sus rancheras el sopor plomizo del mediodía tropical de Comala.

En la pared del restaurante veo enmarcada una cita de la novela (“Cómo dice usted que se llama el pueblo que se ve allá abajo? / Comala, señor / ¿Está seguro de que ya es Comala? / Seguro, señor / ¿Y por qué se ve esto tan triste? / Son los tiempos, señor”).

Animado por ese descubrimiento, pregunto al mesero (camarero) si puede indicarme cómo ir al rancho de la Media Luna, en el que vivía Pedro Páramo, pero por su mueca de sorpresa deduzco que no tiene ni idea de qué le hablo. Su jefe, que se ha unido a la conversación, asegura que no existe, pero que sí hay un cerro con ese nombre a poniente del volcán. “Una vez estuvo comiendo aquí uno que decía ser hijo de Rulfo. Lo agasajamos y lo tratamos bien, pero aún me quedan dudas de si era de verdad o se trataba de un impostor”, apunta mientras señala una vidriera al fondo del salón con un pomposo rótulo: “El rincón de Juan Rulfo”. Aunque tan cierto parece que Rulfo nunca estuvo aquí como que nadie del pueblo ha leído la novela, barrunto que su figura empieza a ser reconocida por los comerciantes más astutos como un posible reclamo turístico (la realidad es que Rulfo pasó unos años de adolescente en el pueblo; de ahí provienen sus recuerdos).

El volcán al que se refiere el dueño del Bucaramanga es, tras la exuberante vegetación, el otro elemento singular del paisaje de Comala.

Un cono perfecto, de libro, picudo y humeante que se eleva hasta 3.860 metros de altitud en la frontera con el estado de Jalisco, cuya última erupción por cierto es bien reciente: agosto de 2015. Lo llaman el Volcán de Fuego, para diferenciarlo de otro cono hermano ya inactivo, el Volcán Nevado de Colima, ambos declarados parque nacional por la variedad y calidad de ecosistemas que encierran.

Hacia ellos se dirige una pequeña carretera asfaltada que desde Comala asciende por una ladera suave de cafetales y bosques de encinos y oyameles.

El pesero, el autobús local, va parando en pequeñas haciendas de casitas bajas y encaladas, como Cofradía, Suchitlán o San Antonio, donde huele a pulque y a arepas asadas. La luz bruñida del atardecer arranca destellos vigorosos al volcán, de cuyo penacho emana una fumarola gris que se engarza con los jirones de algodón rosado que en ese momento cubren ya el valle de Comala.

Sentado en el pesero miro hacia atrás, hacia los tejados herrumbroso de la ciudad que a duras penas sobresalen entre ese mar de parotas y cuajiotes, y me parece distinguir a Pedro Páramo, a Susana San Juan, a Damiana Cisneros e incluso a Fulgor caminando taciturnos hacia el rancho de la Media Luna.

Y en ese momento Comala, la inquieta y luminosa, vuelve a convertirse en la ciudad invisible de mis sueños de papel.