El Programa de los 177 Pueblos Mágicos de Mexico, desarrollado por la Secretaría de Turismo en colaboración con diversas instancias gubernamentales y gobiernos estatales y municipales, contribuye a revalorar a un conjunto de poblaciones del país que siempre han estado en el imaginario colectivo de la nación en su conjunto y que representan alternativas frescas y diferentes para los visitantes nacionales y extranjeros. Más que un rescate, es un reconocimiento a quienes habitan esos hermosos lugares de la geografía mexicana y han sabido guardar para todos, la riqueza cultural e histórica que encierran.

Puebla: tradición y modernidad

Nota sobre Puebla: tradición y modernidad

Una ciudad donde el presente y el pasado conviven en curiosa armonía en sus edificios y en sus recetas.

“Prepara tus cosas porque nos vamos a Puebla”, me decían mis padres y entonces yo sacaba mis libros y cuadernos de la mochila para volver a llenarla, pero ahora con la pijama y dos o tres cambios de ropa.

En ese entonces, los viajes a Puebla eran un asunto frecuente y poco emocionante.

Lo mejor que podía pasar, y por fortuna sucedía casi siempre, era que alguien sugiriera ir a desayunar a Atlixco. Ahora a unos treinta minutos del centro de Puebla, antes tomaba cuando menos una hora llegar a esta ciudad, que parecía más un pueblecito.

Desayunábamos en la estación del tren que estaba a una cuadra de la casa que era de mi bisabuela.

Hasta hace unos años, el tren todavía estaba activo y parte del atractivo de desayunar ahí era ver a quienes subían o bajaban de los vagones.

Con el transcurso de los años, las visitas a Puebla y a Atlixco se hicieron cada vez menos frecuentes.

El tren dejó de pasar. La estación decayó y quedó abandonada para luego ser rescatada y repoblada por nada más y nada menos que la señora de los tacos, quien hoy sigue sirviendo uno de los mejores desayunos poblanos de los que se haya tenido noticia.

La arquitectura como síntoma Desde la terraza del Museo Amparo se puede ver una buena parte del centro histórico poblano.

Las cúpulas de las iglesias son el atractivo principal de esa vista. Desde ahí puedo darme cuenta cómo, pese a los muchos años que llevo yendo y viniendo, Puebla es un misterio para mí.

No obstante, el Museo Amparo es de gran ayuda para comprenderla: fue fundado en 1991 dentro de un edificio de la época virreinal que, en 2011, fue actualizado por el arquitecto Enrique Norten.

Ahora es un edificio de la colonia con diseño contemporáneo.

Como todo Puebla, es un sitio en el que la tradición y la modernidad intentan vivir armoniosamente.

Y eso parece evidenciarse con constancia en su arquitectura: está, por ejemplo, presente en el hotel La Purificadora —ubicado en un edificio que en el siglo XIX fue una planta purificadora de agua y que en el XX fue intervenido con éxito por el arquitecto mexicano Ricardo Legorreta—.

El encuentro de la tradición con la modernidad se advierte también en el Mirador Monumental 5 de Mayo (mejor conocido como “la mantarraya”) —un espacio público de formas sinuosas hechas con madera que también estuvo a cargo de Norten y de su despacho TEN Arquitectos— que contrasta con las formas del siglo XIX de los fuertes de Loreto y Guadalupe, los cuales cobraron relevancia nacional cuando desde ahí se defendió al país durante la primera batalla de la invasión francesa.

El Museo Amparo, además de exhibir obras de arte virreinal y contemporáneo, acaba de inaugurar nuevas salas dedicadas a su extensa colección de piezas prehispánicas.

Es, de por sí, un sitio que invita a permanecer largo tiempo por lo que la experiencia se extiende los viernes, cuando la terraza está abierta al público hasta las diez de la noche, y ofrece música en vivo de diferentes géneros desde las ocho. Es uno de los mejores spots para disfrutar la ciudad y también para entenderla desde las alturas.

En el Museo Amparo uno puede ver una exposición del más contestatario arte contemporáneo —gracias a su alianza con museos y galerías, como la francesa Jeu de Paume, la oferta se enriquece— y luego salir a las calles aledañas para comprar dulces típicos —camotes, borrachitos, tortitas de Santa Clara— y, claro, platos, cuadros, azulejos… en fin, todo lo que les es posible hacer con su emblemática talavera.

En Puebla, del siglo XVIII al XXI se mueve uno en un tris.

Gastronomía de tres siglos “No me gusta Puebla”, me dice el mesero que me atiende en El Mural de los Poblanos, uno de los restaurantes más famosos de la ciudad.

“Es que todo es muy lento, no es como el DF”. Lo que quizá no sabe es que los habitantes de la ciudad de México envidiamos que los poblanos puedan darse el lujo de vivir en una de las capitales más grandes del país y, aún así, mantener un ritmo de vida relajado. Como sea, es mejor no decir nada. El pasto siempre es más verde del otro lado. Pero me gusta su sinceridad así que confío en él plenamente para recibir sus recomendaciones.

Me sugiere unos tacos árabes de cordero, acompañados de jocoque, aceite de oliva, salsa de chipotle y una copa de vino.

Los tacos árabes son, además del mole, el pan de cada día en Puebla. Llegaron gracias a una gran migración de libaneses que se asentó en el estado entre los años 20 y los 30.

La versión más popular o “para los mortales” es la que sirven en la taquería La Oriental (que tiene decenas de sucursales que, por la noche, se llenan de los que van o regresan de la fiesta), pero la más gourmet y fiel a la receta original es la que se sirve en el restaurante El Mural de los Poblanos, que también es famoso por sus chiles en nogada, el plato más representativo de la comida poblana y que goza de la sazón de la expectativa, ya que sólo está disponible entre julio y septiembre.

La comida es muy importante para los poblanos y nunca perderán una oportunidad para presumir sus riquezas en ese ámbito.

También es otro espacio en el que les gusta proyectar su ambivalencia temporal, así que por cada platillo típico hay una reinterpretación.

Pasa hasta con las cemitas, que son su bocadillo más sencillo.

Sirven las clásicas —ya en forma y que se conocen con ese nombre desde el siglo XIX—, en el Mercado El Carmen: aguacate, pápalo, cebolla, quesillo, rajas, chipotle y una carne a elegir —la de milanesa es espectacular— se encierran entre panes crujientes, más duros que un bolillo, casi como los virotes de las tortas ahogadas de Guadalajara, pero redonditos.

Cemitas en versión contemporánea las sirven en Moyuelo, restaurante que toma su nombre del salvado de harina de trigo con el que se prepara el pan.

Aquí, bajo el mismo principio de encerrar algo entre dos panes, la novedad son los guisados que hacen de relleno: pork belky confitado, pato confit, pollo al curry… La última, con cous cous hidratado con caldo de pollo, limón en conserva, aceite de oliva, albahaca y cebollín, es espectacular.

Sin duda, no lo que uno espera cuando escucha la palabra “cemita”, con lo que se le da una buena sorpresa al paladar.

Para acompañarla, lo más recomendable es una michelada: le ponen cilantro criollo y escarchan el vaso con sal mezclada con polvo de tortilla tatemada.

Aunque Moyuelo ofrece buenos postres —como la crème brûlée de plátano dominico— vale la pena ir a caminar al centro para probar los churros que preparan en la Antigua Churrería de Catedral, fundada en 1962 y desde entonces comandada por la misma familia.

Heredero de esta tradición, José Abel Vicente Cabrera está todos los días tras el mostrador preparando grandes rollos de churros azucarados que, en combinación con un vaso de chocolate caliente, resultan un postre celestial.

Después, un trago.

Las opciones son variadas, pero el debate comienza de nuevo: ¿tradición o modernidad? A estas alturas he aprendido que siempre hay que elegir ambas y que, si no comparten el mismo espacio, no hay problema: siempre estarán a una pared de distancia una de la otra.

Para cubrir la parte tradicional voy a la cantina La Pasita, perfecta para tomar un digestivo y dar paso al maravilloso mundo de la fiesta.

Su trago de la casa lleva el nombre de la cantina y se trata de un caballito de licor de pasa servido con un trocito de queso y una fruta seca. El chiste es sopear y disfrutar el bocadito con un trago de licor. Es un trago engañoso, la pasita. Su dulzura oculta su fuerza y hay quienes no pueden con ella, por eso, desde la barra uno puede pedir que se le sirva “por cuadra: pasitas para de ahí a cinco calles o para una sola”.

Todo depende de a dónde se tenga que ir después.

Eso sí, La Pasita no es un lugar de vida nocturna, sino diurna y difícilmente se encuentra abierto pasadas las siete de la noche. Así han hecho desde hace años y ha funcionado. Es una de las cantinas más viejas de Puebla: se estableció en 1916.

Para no dejar de explorar la modernidad, voy a Maíz Prieto, ese sí un sitio que extiende la experiencia hasta bien entrada la noche.

Venden buenos mezcales y cervezas artesanales, así que es fácil quedarse atrapado ahí viendo las calles de la ciudad desde sus balconcitos. Ofrecen comida también, y muy buena, pero luego de los tacos, las cemitas y los churros, botanear es la única posibilidad. Unos esquites y un plato de chapulines son más que suficientes.

Un día de road trip Los límites de la ciudad de Puebla con los de sus vecinas son cada día más difusos.

Cholula, Atlixco y hasta Chipilo parecen estar cada vez más cerca de la ciudad, por no decir que dentro de ella. Cada uno de estos poblados es popular por un rasgo que casi siempre tiene que ver con comida. Creo que si no fuera por la arquitectura, en Puebla todo se trataría de comer. Como sea, la parte más afortunada de esta “cercanía distante” es que es posible hacer road trips breves que dejan la sensación de que uno hizo un viaje larguísimo.

Conviene, por ejemplo, ir a Cholula por la mañana.

Desayunar algo sencillo en la cafetería del Jardín Etnobotánico —como un omelette de cebollín recién cortado y un café— y después explorar la pirámide de Cholula, la única en México que tiene acceso a su estructura interior.

Luego, ir por un almuerzo más abundante al restaurante Ocho30, donde se sirven pizzas, ensaladas y risottos.

Cholula, por ser una ciudad habitada por docentes y universitarios, es la que ofrece la cocina “más nueva”: platos de autor, inspiraciones locales, comida orgánica. También es la que tiene una mayor concentración de iglesias y de bares por metro cuadrado. Los poblanos son unos irónicos de clóset.

Antes de que se haga tarde, lo mejor es ir a Chipilo, ciudad famosa por su producción de lácteos y por su curiosa y poco mexicana vida: es muy pequeña, y a 20 años de su fundación recibió a decenas de inmigrantes italianos que huían de la pobreza que sufría el Véneto por aquellos años.

El resultado es un micro centro de arquitectura colonial por donde pasan scooters con gente echando gritos en italiano.

En Chipilo todos se saludan por las calles, se preguntan cómo está la familia… todos tienen, también, el físico típico de los italianos.

Es una ciudad en la que la mayoría se dedica a la ganadería y a producir quesos y cremas. Las casas en las que hay venta de producción suelen mantener las puertas abiertas. Es así como, a la entrada de la casa-tienda Lácteos Galeazzi, conozco a uno de sus proveedores: Jorge Martíni Zechinelli, fundador de Productos la Cripia.

Prepara un manchego con vino tinto que no tiene parangón.

Luego de comprar algunos quesos, Jorge me sugiere un lugar para comer pasta. “Un local con toldo anaranjado en la calle principal, cerca del centro”, es la única indicación que tengo. Y lo encuentro, gracias al toldo. Se llama Veneto. Las pastas, el vino y la ensalada caprese se sirven —en calidad y cantidad— del mismo modo en el que lo hacen en Italia.

Después de la comida hay que partir a Atlixco.

Atlixco de las Flores, ciudad heroica. Me provoca el efecto que causa ver a un adolescente que uno conoció siendo niño. No ha cambiado… pero sí. El “pueblito” al que iba en mi infancia ya es una ciudad. Y una muy bella en donde la comida es un punto neurálgico.

En Atlixco de las Flores vale la pena recorrer el mercado, comprar cecina, tlacoyos y jamoncillo.

Comer un sorbete en el zócalo. Me arrepiento de no haber ido por la mañana para desayunar tacos en la estación, pero descubro que ahora han ampliado su horario hasta ya entrada la tarde.

Camino por ahí, por las mismas calles que caminé cuando era niña, y descubro que detrás de la casa de mi bisabuela ahora hay una cervecería artesanal, la Cinco de Mayo, donde se producen dos de las mejores cervezas poblanas: Saga y Osadía.

Basta entrar para que alguien del personal se disponga a dar un recorrido y una explicación sobre la producción y la cultura de la cerveza artesanal, que se encuentra en gran crecimiento últimamente, pero lo correcto es solicitar una cita desde su sitio web.

Después de un día bajo el sol —paseando desde la pirámide hasta los campos de Chipilo— no hay nada mejor que una cerveza.

Saga, afrutada, con notas de cítricos y especias, es ideal para volver a la vida, y Osadía, oscura y con sabores a madera y caramelo, perfecta para seguir con ella.

Pienso en mis viejos paseos por Atlixco, en mi bisabuelo a quien no le gustaba trabajar sino hacer joyas, y que para mantener su estilo de vida sólo vendía y vendía tierras hasta que lo único que quedó fue la casa que yo conocí y ante a la cual ahora me detengo.

La han pintado de un color horrendo. Añoro su color blanco que la hacía fresca, que al abrirse daba la bienvenida con un árbol de guayaba y a un pasillo con acceso a cuartos que siempre parecían guardar un secreto tan importante que me daba miedo entrar en ellos.

Ahora su interior me es desconocido —y no sé si quisiera saber cuánto y cómo ha cambiado— sólo sé que ya han pasado muchos años, que yo me hice adulta mientras el pueblo se hizo ciudad y que después de construir tantos recuerdos entre sus calles, por fin comienzo a conocer Puebla.