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Zacatecas, del cielo al subsuelo

Capital del Estado homónimo y con un conocido festival cultural (www.

festivalculturalzacatecas.mx), Zacatecas es una de las ciudades más hermosas de México. Fundada en 1546, tras hallarse oro y plata en la región, gozó de una prosperidad reflejada en sus construcciones. El cercano monasterio de Guadalupe, con una excelente colección de arte virreinal, fue la punta de lanza para evangelizar el norte del país y el sur de EE UU. Sin duda, vale la pena conocerla. 9.00 Desayuno con cilantro

Comienzo la intensa jornada con unos huevos rancheros (con tomate, cilantro, cebolla y tortillas de maíz) con café y zumo de naranja en el Acrópolis, frente a una portada lateral de la catedral (1, pinche sobre el mapa para verlo ampliado) cuya típica piedra caliza brilla con una luz rosada.

A mis espaldas queda el bonito mercado González Ortega, con tiendas de artesanía. Zacatecas (www.zacatecastravel.com) recibe sobre todo turismo nacional, pues está demasiado lejos de México DF (unos 600 kilómetros por carretera, al noroeste), y aún más de la frontera con EE UU. Soy el único extranjero en el local. 10.00 Madera de mezquite y pan de oro

Lo más llamativo de su famosa catedral, del XVIII, son sus dos torres y su portada.

Su decoración churrigueresca es tan exagerada, con flores, santos, ángeles y frutas, que me acaba gustando. El interior es mucho más sobrio. Paseo hasta la imponente iglesia de Santo Domingo (2), una de las pocas que permanecen casi tal cual, con el suelo de madera de mezquite, techos pintados y retablos originales de madera con pan de oro. En la misma plaza se haya el Museo Pedro Coronel (pedrocoronelbienal.com), antiguo convento, creado por este artista al donar su colección particular. Zacatecas tiene otros museos interesantes, como el Rafael Coronel (3), con su inabarcable colección de máscaras mexicanas, y el Felguérez (4) (www.arts-history.mx/museofelguerez), de arte contemporáneo, pero en 24 horas no se puede hacer todo lo que uno querría. No me arrepiento de la elección: veo desde un sarcófago egipcio o una escultura griega hasta 50 grabados de Goya y obras de Picasso, Dalí, Cocteau… Me seducen especialmente sus máscaras africanas, unas muy bellas, otras terroríficas. 12.00 Canciones revolucionarias

Camino hasta el teleférico (5) para ver la ciudad como un pájaro, ascendiendo al cerro de la Bufa.

Las casas resplandecen, con sus secas terrazas y sus revocos azules, ocres, rosas, amarillos. En la explanada hay unos enormes bronces de los generales rebeldes: Villa, Natera, Ángeles. El Museo de la Toma de Zacatecas (6) conmemora su victoria sobre el ejército federal en 1914. Además de explicaciones tácticas e históricas, veo cañones, fusiles Winchester y Mauser, máquinas de coser, fotografías, ametralladoras, monedas y billetes de la época.

Tras volver al centro, aún con la música inspirada en la revolución en los oídos (“Nueva vida, bala perdida, bala perdida, viene allá el Mauser que te ha tronado, que te ha tronado para acabar, para acabar, para acabar con mi vida”), callejeo viendo los puestos de dulces —algunos picantes— y artesanías.

Además de bonitas, las fachadas de Zacatecas están libres de letreros estridentes y grafitis. Los nombres de los negocios —El Indio Triste, Gorditas Fritas, La Ranita Sexy— están pintados sobre el revoco, con una pulcritud admirable. Compro un jaboncito oloroso con el dibujo de una pareja besándose: “Amor del bueno. Específico para parejas enamoradas, ya que su aroma vino tinto reactiva el amor mutuo con cada uso”. Que así sea. En un balcón de la avenida de Hidalgo, la principal, reparo en la figura de un preso barbudo y andrajoso. Estamos en el Museo La Casa del Inquisidor (7). 15.00 Quesadillas con carne seca

Me recomiendan una cantina bohemia, Las Quince Letras (8), fundada en 1900.

No decepciona. Suelo de baldosa hidráulica, bonitas mesas y sillas de madera, viejas botellas en los estantes, fotos y dibujos colgando del techo. Converso en la barra, mientras tomo unas quesadillas, carne seca y un mezcal (bebida autóctona), con un simpático tipo con sombrero vaquero negro que me habla de la buena carne de res del norte de México y me explica que antiguamente no dejaban entrar mujeres. Señala el suelo, el canal que corre a los pies de la barra. “Ni se movían para orinar”.

Bajo por Mártires de Alcalá y, a mano derecha, me encuentro con el exconvento de San Agustín, actualmente la Petroteca (9), un centro cultural.

Arrasado tras las leyes de la Reforma, se exhiben ahora piedras talladas que adornaron la fachada, y que se usaron como mampostería en otros edificios. Los españoles destruyeron los códices indígenas, y los liberales mexicanos, gran parte del pasado español. 16.30 Descenso a El Edén

El origen de la riqueza zacatecana hay que buscarlo bajo tierra.

Visito la mina El Edén (10), a la que se baja en un trenecito que termina junto a una discoteca. Productiva entre 1584 y 1960, aún hay plata, pero se ha cerrado para no provocar derrumbes en la ciudad. Impresionan las laberínticas galerías, excavadas a pico y pala, los altísimos techos. El duro trabajo haría para los mineros un infierno de este edén. Junto a una escala de cuerda y la figura de un minero, el guía, chistoso, dice: “Si oyen un trueno no corran, que aquí ya no hay dinamita, eso fue que alguien comió gorditas hoy”. Grandes risotadas. Vuelvo caminando por el parque de la Alameda (11), salgo al Jardín de la Madre (12), un remanso de paz, y para llegar a Hidalgo cruzo el Mesón de Jovito (13), ahora hotel, y antes un vecindario de ejemplar arquitectura popular del XIX. 20.00 Un tequila bajo tierra

Ceno en el restaurante del Quinta Real (14).

El hotel donde se encuentra era una antigua plaza de toros, y hay mesas en lo que fue el coso. Disfruto con el asado de boda, pero, sobre todo, con la vista de los arcos de los toriles y del acueducto (15) del XVIII, de la piedra iluminada, del cielo oscuro salpicado de nubes blancas. Despido la jornada en la discoteca La Mina Club (16), 150 pesos sin consumición. Me cachean y desciendo de nuevo en el trenecito a las entrañas de la tierra, un minuto y medio de traqueteo y oscuridad, ahora rodeado de jóvenes pudientes vestidos para la fiesta. Tras pagar un tequila reposado, me dan un pase para poder salir: “Por su seguridad”. Lo bebo viendo bailar a la gente, las luces cruzándose en el aire, rebotando en el techo con vetas de plata… En Zacatecas, hasta caer tan bajo tiene su gracia.
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