El Programa de los 177 Pueblos Mágicos de Mexico, desarrollado por la Secretaría de Turismo en colaboración con diversas instancias gubernamentales y gobiernos estatales y municipales, contribuye a revalorar a un conjunto de poblaciones del país que siempre han estado en el imaginario colectivo de la nación en su conjunto y que representan alternativas frescas y diferentes para los visitantes nacionales y extranjeros. Más que un rescate, es un reconocimiento a quienes habitan esos hermosos lugares de la geografía mexicana y han sabido guardar para todos, la riqueza cultural e histórica que encierran.

Tláloc, el dios azteca de la lluvia

Nota sobre Tláloc, el dios azteca de la lluvia

Tláloc era el dios de la lluvia y el rayo para los antiguos mexicanos.

Llevaba una máscara azul, formada por dos serpientes con las fauces abiertas. El pueblo azteca era principalmente agrícola, por lo tanto, le daba una relevancia capital a las temporadas de lluvia y otros fenómenos atmosféricos relacionados con sus ciclos de cosechas.

De allí que no es sorprendente que la veneración a las deidades del agua y de la vegetación, fuera algo de gran importancia para la vida religiosa de los mexicas.

Tláloc tomó por consorte a Matlalcueitl, ?la de las faldas verdes?, el cual era el antiguo nombre que tenía una montaña de Tlaxcala, población mexicana.

Dicha montaña hoy día se nombra como la Malinche.

Tal mito hace patente la vinculación que los indígenas mexicanos captaban entre las montañas y las lluvias.

Al final, esta misma relación les llevó a nombrar como Tláloc a la elevación que pertenece a la cordillera del Iztaccíhuatl y que incluso en nuestros días aun se conoce por tal denominación.

Los aztecas creían que el agua de las lluvias quedaba almacenada en profundas cavernas en las montañas y que, posteriormente escapaba a través de los manantiales.

Por ello, en los códices es habitual identificar representaciones de cuevas colmadas de agua en su interior.

Y si bien, en general Tláloc era considerado como un numen benéfico, potestad suya era la ocurrencia de sequías, granizos, inundaciones, el hielo y el rayo.

De tal suerte que su enfado era algo muy temido. Para apaciguarlo, se hacían en su honor, entre otros, sacrificios con prisioneros ataviados como el dios.